No podría vivir en otra parte mientras mi gente languidece en este exilio que parece no tener fin

El camino fue largo, duro, lleno de obstáculos. Tuvimos que caminar de noche y ocultarnos durante el día.

Mis hijos mayores combatían en la frontera. Me llevé a los tres más pequeños, los dos mellizos y a la niña que solo tenía un año y nos pusimos en camino. Los niños, ¡pobrecitos! cargaban con una bolsa cada uno. Sus pasos menudos no podían seguir los míos apresurados y largos. Estaba tan abstraída en mis pensamientos que me olvidaba de ellos y los perdía de vista. Entonces me detenía y les esperaba: dos pequeñas siluetas recortada
s bajo la luz de luna. Podía sentir su temor, ¿qué les ocurriría si les abandonaba?
Sus lágrimas de cansancio y sus súplicas para que les dejara subir a los coches, se clavaban en mi corazón. No podía. Allí había mujeres embarazadas, personas enfermas y muchos ancianos. Aunque no sospechaba lo que nos esperaba más allá de la frontera, intuía que no iba a ser fácil y cuanto antes lo aprendieran, mejor. Mi voz se tornó dura y áspera y, si bien me hubiera gustado acunarles en mi regazo, dejé que sólo la arena y el sol les abrazaran. Todas mis fuerzas las reservé para la más débil y vulnerable.

Las pocas horas de sueño se poblaban de pesadillas. Las dudas que había sepultado bajo una capa de desdén, emergían. La cara del aquel hombre que nos había dejado partir se me aparecía, zalamera y convincente. Me susurraba que volviera con él que aquel camino iba a llevarnos a la nada.

Mohamed Salm
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Después del bombardeo ya no tuvo un lugar en mis pesadillas que se llenaron de rojo y negro, de rostros desfigurados y de cuerpos irreconocibles y atormentados.
Aún hoy, después de tantos años, me llegan sus lamentos en las noches de insomnio.

Llegamos sin nada, nuestras cosas se habían quedado por el camino. Estaba sola con mis tres hijos pequeños e indefensos en medio de un lugar áspero y terrible. Un sitio como no podía imaginar, sin una sombra ni un endeble cobijo, sin comida, sin agua y sin hogar.

Mis compañeros de viaje lo convirtieron en un lugar dulce porque lo que nos había ocurrido no era nada en comparación con lo que les ocurrió a los que se habían quedado.

Cuando añoraba mi casa, me decía que allí estábamos a salvo. No tienes derecho a quejarte, tus hijos están en el campo de batalla ¿y tú vas a llorar por el tacto suave de las mantas de un hogar que nunca lo fue?

Mis dos hijos gemelos son ahora dos hombres importantes que viven en Europa y luchan en los despachos. Vienen a verme, me dicen que quieren sacarme de aquí. No entienden que me niegue a abandonar la Hamada. Tal vez no recuerdan, tal vez solo sea que me quieren aunque sabe Dios el porqué ya que no tuve tiempo de ser la madre cariñosa que hubiera deseado.

Entre estas paredes hechas con briks me siento como una princesa de cuento. Estas alfombras polvorientas y desgastadas se me antojan mullidos lechos de plumas. Las mantas que me protegen del frío son más cálidas que el blanco armiño.

No podría vivir en otra parte mientras mi gente languidece en este exilio que parece no tener fin.

Soy una anciana refugiada que aún anhela el regreso. Soy la madre de dos mártires. Fui una luchadora que ayudó a construir todo lo que tenemos. Quizás no sea mucho pero es nuestro.

En los días de calor sofocante salgo fuera al atardecer y espero a que anochezca. El techo negro cuajado de estrellas es como la inmensa bóveda de un palacio oriental. Siento el roce de la melfha que me cubre, suave como la más fina seda. Si tengo suerte y viene la brisa me abandono a su caricia como una novia.

No me asusta la lluvia ni le temo al pérfido siroco. Sus silbidos suenan como música en mis oídos.

En la cima de una inmensa duna observo el crepúsculo dorado y añil. Sé que, en cuanto amanezca, el aire vendrá cargado de perfumes de libertad.

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