Joaquín Portillo
El País, 12/11/1978
A los tres años de la firma, el 14 de noviembre de 1975, de los llamados «acuerdos de Madrid» entre el último Gobierno franquista, el anterior régimen mauritano y el presente marroquí, documentos encontrados en los archivos de la Corona belga permiten establecer que, por lo menos, dos Gobiernos europeos (Bélgica y Gran Bretaña) disponían de valiosos argumentos que hubieran modificado, si no se hubiesen hurtado al conocimiento del Tribunal de La Haya, el ambiguo fallo que este tribunal internacional dio a la consulta sobre la soberanía de la ex colonia española, Joaquín Portillo, ex corresponsal en Bruselas de varias publicaciones españolas, revela en esta serie que comenzamos hoy la parte belga de los documentos citados, que en síntesis contradicen la interpretación marroquí al fallo de la Corte de La Haya y refuerzan la posición de aquellos que mantienen que el Sahara, al menos al final del siglo pasado, nada tenía que ver con el sultanato de Marruecos.
En 1974, las Naciones Unidas, en cuyo comité de descolonización (o de los veinticuatro) estaba en proceso de negociación la descolonización del Sahara español, solicitaron al Tribunal Internacional de la Haya una clarificación jurídica sobre el tema de la soberanía anterior del territorio. Diez meses más tarde, los jueces de La Haya anunciaban su dictamen consultivo de una manera tan ambigua que no daba la razón a nadie, a ninguna de las partes en litigio, de manera clara y neta pero, en contrapartida, dejaban la puerta abierta a todo tipo de combinaciones. Tanto es así que el propio rey marroquí pudo presentar inmediatamente a la opinión pública de su país la interpretación que le vino a bien para imprimir un sello de legalidad a aquella «marcha verde».El Tribunal de La Haya tuvo que emitir su dictamen con urgencia y en condiciones que fueron duramente criticadas por algunos de sus magistrados. Estas críticas, que están unidas al dictamen, insistían en que los jueces no habían podido ocupar se del tema con la suficiente profundidad,
Ello, seguramente, podría, explicar bien la limitación de los esfuerzos hispánicos en los preparativos para La Haya. España, es cierto, aportó abundante documentación al alto tribunal. Mucha, pero no toda y, seguramente, tampoco la más decisiva. ¿Cómo explicar, si no, la ausencia de documentos tan relevantes como los de Lahure, Whettnall, Tacquin? ¿Cómo explicar que Madrid no presentase a los jueces estos y otros testimonios de primera mano, diseminados en los archivos de las ex metrópolis occidentales?
Los documentos secretos de Bruselas
Una mayor investigación hubiese permitido obtener los informes secretos, y enteramente inéditos, que Lahure y Whettnall enviaron, a finales del siglo pasado, al soberano de los belgas, Leopoldo II. Son documentos elaborados por testigos directos de lo que ocurría entonces al sur de Marruecos, es decir desde el río Draa hasta la frontera de la «colonia española de Río de Oro», que partía de Cabo Bojador.
El barón Whettnall, cónsul general de Bélgica en Tánger, había recibido del rey LeopoIdo II la consigna de informarse sobre la posibilidad de adquirir «para el Estado independiente del Congo», propiedad del soberano de los belgas, una colonia situada al sur de Marruecos, a medio camino entre el puerto belga de Amberes y el puerto congoleño de Matadi. Esto ocurría aproximadamente durante la Conferencia de Berlín (1884-1885), donde las potencias occidentales establecían el «reparto de Africa».
Desde Tánger, el Barón Whettnall se apresura a cumplir las instrucciones recibidas de su soberano sin revelar, evidentemente, quién es el interesado. Por medio de varios israelitas a su servicio, contrata a un comerciante marroquí para que éste, aprovechando sus desplazamientos hacia el sur, se informe de cuál es la situación allá y vea las posibilidades que existen de comprar terrenos u obtener concesiones. El comerciante, Hadge Hamed, realiza dos viajes. En su primera incursión, en 1886, confirma que la zona a examinar hay que delimitarla más bien al sur del río Draa, considerado como la frontera meridional de Marruecos. El segundo viaje, que lo emprende el 19 de marzo de 1887 desde Mogador, lo realiza con la intención de obtener respuesta para las once preguntas que contiene el cuestionarlo que han elaborado los belgas. La cuarta cuestión de ese cuestionarlo está redactada en los términos siguientes: «¿Cuáles son las disposiciones de los habitantes y a qué raza pertenecen? ¿Reconocen la autoridad del sultán?»
A su regreso, el explorador marroquí responde así: «Estos territorios son conocidos bajo el nombre de Ergueiba y divididos en trece secciones, una de las cuales, la de Beni Musa, tiene por jefes a los descendientes directos de Sidi Hamed El Ergueibi, santo patrón del territorio. Este marabut era, incluso ya en los tiempos antiguos, jefe independiente de estos territorios con jurisdicción espiritual y temporal sobre el país, que en la época del reinado del sultán El Kahil (el Sultán Negro) había sido delimitado desde el río Draa hasta la Seguía a el Hamra y desde (ininteligible en el original) hasta la playa a una distancia de siete olas con marea alta. La extensión en longitud de esta playa es de cinco jornadas de marcha y el territorio es más grande que todo Marruecos. Esta posesión ha sido comprada a los Bani Hasian mediante mil camellas, mil negras, mil corderos, mil cabras y diez cargas de camello de oro de primera calidad. El mismo marabut, Sidi Hamed El Ergueibi, compró al sultán El Kahil las cabilas de Ait Usa, Izarguien, (ininteligible en el original) y Ait Aimos, que se encuentran al norte del río Draa. Estas poblaciones pagan todavía hoy su tributo anual a los descendientes del marabut y no al sultán de Marruecos. No existe más que un solo título de propiedad de estos territorios, el de la compra hecha de los Bani Hasian. Fuera de estos derechos de soberanía, los territorios son la propiedad común de todos los habitantes; nadie vende propiedades, ni posee títulos de propiedades, y el que quiera un terreno puede tomarlo sin pagar. Yo he propuesto a un jefe venderme un trozo de tierra para instalarme allí y me ha dicho que tomase todo lo que quisiera y que Dios me ayude a cultivarlo. A la petición mía de si me daría un título de cesión para el caso de que Yo quisiera construir, me ha dicho que podía hacerlo sin título y que él garantizaba mis derechos…»
Hasta aquí el documento, rigurosamente inédito hasta hoy, encontrado en los legajos belgas y del que tampoco dispusieron los jueces de La Haya. Se puede subrayar que está elaborado por un informador marroquí para un israelita, también marroquí, y que el informante, verosimilmente, ni siquiera sabía que detrás de todo el asunto estaba un belga (y mucho menos el rey Leopoldo II). Se desprende también que, según este testimonio, los territorios saharauis se extendían (en el momento de la colonización española) incluso al norte del río Draa.
El sultán confirmó a Londres la soberanía marroquí acababa en el río Draa
En la segunda entrega de la serie, su autor, Joaquín Portillo, revela un segundo informe secreto de los archivos belgas, que nunca fue publicado y al que tampoco -como en el caso anterior del «informe Whettnall»- tuvieron acceso los jueces del Tribunal Internacional de La Haya cuando tuvieron que emitir su dictamen sobre la soberanía del Sahara. «El sultán de Marruecos, dice el coronel del Estado Mayor del Ejército belga a su rey, Leopoldo II, el 1 de diciembre de 1888, ha respondido al Foreign Office que sus Estados no se extienden tan lejos como Tarfaya y se terminan en el río Draa.» Esta carta está depositada en los archivos del Foreign Office.
La conclusión de este capítulo se resume en esta pregunta: «Si antes de la colonización española (1884) el Imperio Marroquí tenía su frontera sur en el río Draa, ¿cómo es posible que al abandonar España aquel territorio Rabat haya conseguido avanzar su frontera meridional hasta el trópico de Cáncer?»
Aunque es difícil establecer con precisión en qué momento Leopoldo II de Bélgica decide informar de sus propósitos a Lahure, sí está claro que el 25 de julio de 1888 Leopoldo II ordena a su ministro de la Guerra, el general Pontus, poner a disposición del soberano al barón Lahure, coronel de Caballería y de Estado Mayor, durante dos meses.
El 9 de agosto, Lahure embarca en el puerto francés de Marsella rumbo a la colonia inglesa de Gibraltar. En el peñón, el prestigioso militar belga se entrevista con Donald Mackenzie, un ingeniero británico que conocía bien el noroeste de Africa. Mackenzie, en efecto, mantenía relaciones con los saharauis desde hacía ya dieciséis años: en 1874 había constituido en Londres la North West African Company y, como delegado de esta sociedad inglesa, firmado un contrado con la máxima autoridad sahariana de Tarfaya, el Cheij Mohamed Ben Beiruc, contrato que tenía fecha de 26 de julio de 1879.
En virtud de este documento, la sociedad inglesa, que disponía ya de sucursales en Las Palmas de Gran Canaria y en Lanzarote, edificó en Tarfaya sus instalaciones, con la ayuda, por supuesto, de trabajadores canarios y saharauis. Todavía hoy pueden verse los restos de aquella edificación que, en castellano, se denominó «casa mar».
Mackenzie obtuvo notables éxitos comerciales porque, entre otras cosas, consiguió desviar hacia Tarfaya gran parte del comercio que llegaba a través del Sahara. «Las operaciones comerciales -escribe en su informe secreto el coronel Lahure- tomaron impulso -y las caravanas enviadas por las tribus del interior llevaron al establecimiento de la North West African Company grandes cantidades de lana, pieles, plumas de avestruz y goma.»
De Gibraltar, Lahure y Mackenzie se trasladan a Tánger, donde, en ausencia del barón Whettnall, se entrevistan con uno de los hombres de confianza del cónsul, Abraham S.icsu, antes de hacerse de nuevo a la mar para navegar hasta Tarfaya, vía Canarias. Sahara, la goleta de Mackenzie, les conduce finalmente desde Arrecife de Lanzarote hasta Cabo Juby (Tarfaya), donde están las instalaciones del inglés y donde los navegantes arriban el 4 de septiembre de 1888.
Al margen de los pormenores de la instalación inglesa en Tarfaya y de las serias preocupaciones que aquel asunto causó a los Gobiernos de Madrid y de París, es interesante, por el contrario, reproducir algunos párrafos del informe que, a su regreso, Lahure transmitirá a su soberano, puesto que la compra de las instalaciones de Mackenzie en Cabo Juby era, en este momento, el proyecto que acariciaba Leopol do 11 como alternativa para establecer una colonia belga en el Sahara « La North West African Company decidió la edificación de un castillo en la roca que queda separada de la costa con la marea alta y de una factoría de piedra en tierra firme.
Al mismo tiempo, el señor Mackenzie ha pedido al Gobierno inglés reconocer y proteger su establecimiento; incluso ha solicitado el otorgamiento de una Carta Magna. Además se ha entendido con el jefe soberano de la comarca (el Tekna) para obtener la concesión de una porción de costa en Tarfaya, entre Cabo Juby y Stafford Point. Se entendió al mismo tiempo con estejefe, el Chej Mohamed Ben Beiruc, para que éste protegiese las instalaciones y el comercio de la North WestAfrican.
«El Gobierno inglés -revela Lahure- no ha concedido a la North West African Company la Carta Magna, pero se ha dirigido al sultán de Marruecos para hacerle saber que le hacía responsable de toda agresión de que pudieran ser objeto los establecimientos ingleses de Tarfaya. El sultán ha respondido al Foreign Office que sus estados no se ex tienden tan lejos como Tarfaya y se terminan en el río Draa; y que, en consecuencia, no tenía por qué ocuparse del establecimiento inglés de Tarfaya.» Esta carta está depositada en los archivos del Foreign Office,.. «En 1882 -Informa a su rey el coronel belga-, las autoridades marroquíes, que continúan persiguiendo el mismo fin, han enviado una misión a Cabo Juby para preguntar al señor Mackenzie si reconocía la soberanía feudal (soberanité) del sultán. El señor Mackenzie ha respondido a los enviados marroquíes que no tenían más que dirigirse al Gobierno inglés; y esto fue lo que hizo el sultán; es entonces cuando en Londres han respondido al soberano marroquí, poniéndole ante su carta anterior donde reconocía el río Draa como límite meridional de sus estados. »
Tanto el informe Lahure como el de Whettnall, al que nos referimos ayer, contienen elementos que habrían pesado (¿por qué no de manera decisiva?) ante el Tribunal Internacional de La Haya hace tres anos en favor de la independencia del Sahara occidental. La zona de Tarfaya, por supuesto, no es más que una parte del antiguo Sahara español, aunque, eso sí, una parte esencial en el pretendido conflicto jurídico con Marruecos.
Españoles y franceses, sin embargo, habían cometido ya suficientes errores en el tratado de 1912 sobre delimitación de fronteras y reparto del protectorado «marroquí». Y el Gobierno español de aquellos años, en última instancia, había aceptado que el Sahara occidental tenía su frontera norte -y Marruecos su frontera sur- en el paralelo 27º40′ de latitud norte; es decir, no ya al sur del río Draa -donde siempre comenzó, como hemos visto, el territorio saharaui-, sino ¡al sur incluso del mismo Cabo Juby!
De todo lo expuesto hasta ahora sólo cabe una deducción: si antes de la colonización española (1884) el imperio marroquí tenía su frontera sur en el río Draa, ¿cómo es posible que, al abandonar España aquel territorio, Rabat haya conseguido avanzar su frontera meridional hasta el Trópico de Cáncer y, lo que aún es más grave, las democráticas potencias occidentales, y en primer lugar el Gobierno español, pretendan legalizar tamaño abuso con menosprecio de los derechos más elementales reconocidos, como son el derecho a la vida y el derecho de los pueblos a decidir su propio futuro?
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