En cuatro décadas nuevas realidades han visto la luz y muchas cosas han cambiado: la sociedad, las ideas, el propio paisaje se han transformado, la realidad es más compleja, lo que afecta al conflicto y a su resolución
Isaías Barreñada
6 DE ABRIL DE 2016
En febrero de 1976 España se retiró del Sahara Occidental sin haber cumplido con sus obligaciones, asumidas ante las Naciones Unidas, de propiciar una descolonización plena y conforme a derecho que conllevara un referéndum de autodeterminación de la población autóctona. Al contrario, tras un oscuro apaño (los Acuerdos Tripartitos de Madrid) se permitió la anexión del territorio por parte de Marruecos y Mauritania y se abandonó a su suerte a la población. Esto dio lugar al inicio de un conflicto armado que duraría tres lustros y una situación de conflicto latente que perdura hasta hoy. Durante este tiempo, la cuestión de fondo sigue vigente: la población saharaui tiene un derecho reconocido a decidir su futuro y no ha podido ejercerlo; el derecho internacional respecto a la descolonización sigue siendo el referente. Sin embargo en cuatro décadas nuevas realidades han visto la luz y muchas cosas han cambiado; la sociedad, las ideas, el propio paisaje se han transformado, la realidad es más compleja; lo que afecta al conflicto y a su resolución.
Tras la derrota de Mauritania en la guerra con los saharauis en 1978 y su renuncia a cualquier pretensión territorial, Marruecos es el ocupante de facto de la mayor parte del Sahara Occidental. Este Estado no dispone de un título legal de soberanía, ni es el administrador del Territorio No Autónomo (categoría que la comunidad internacional atribuye a la excolonia española). Es simplemente un ocupante, ilegal, y la anexión no tiene ningún reconocimiento internacional (de hecho la mayor parte de los representantes diplomáticos extranjeros en Rabat se abstienen de visitar esa región y cada vez más empresas son conscientes de las implicaciones legales de tener allí actividades). Durante cuarenta años Rabat se ha empeñado en consolidar y hacer irreversible su anexión mediante la colonización humana, el despliegue de infraestructuras y la explotación de los recursos naturales de la zona. A la par, ha buscado legalizar esos hechos consumados, primero a través de negociaciones que abocasen al reconocimiento de su integración, y desde mediados de la década pasada proponiendo una autonomía, modalidad de autodeterminación en un régimen democrático. Marruecos ha invertido mucho, pero no ha logrado esa legitimación internacional; las “Provincias del sur” (o sea, el Sáhara occidental) siguen siendo un gran problema de orden político interno e internacional.
Los saharauis partidarios de la independencia, encuadrados en un movimiento de liberación nacional, el Frente Polisario que ha sido reconocido como representante y portavoz de la población autóctona, se han resistido a la ocupación y a la anexión. Esgrimen su derecho a la autodeterminación, un derecho que no ha prescrito. Lo defendieron con las armas hasta 1991 y desde entonces en las instancias internacionales, primero en un esquema de negociaciones fijado en común acuerdo con Naciones Unidas (Plan de arreglo de 1991) y desde 2004 con distintos esquemas de negociaciones directas e indirectas. En consonancia con los parámetros del derecho internacional, su posición sigue siendo la de defender el derecho a la libre determinación de la población de la antigua colonia, negándose a salirse del marco de la descolonización.
El caso del Sahara Occidental ejemplifica como pocos otros de manera cruda y cruel las limitaciones de la comunidad internacional a la hora de resolver un conflicto, y en particular la falta de voluntad política de ciertos actores estatales influyentes que tienen intereses directos en la región (Estados Unidos, Francia, España) y que quieren mantener ciertas influencias. Hasta el final de la guerra fría no hubo una intervención decidida de Naciones Unidas para hacer acallar las armas y encontrar una resolución política. El Plan de arreglo de 1991 conllevó un alto el fuego, vigilado desde entonces por una fuerza militar internacional (Minurso) y un acuerdo para llevar a cabo una consulta. Finalmente Marruecos torpedeó el referéndum cuando evidenció que no lo iba a ganar. Desde 2004, Rabat se enroca en una postura que supone no renunciar a la soberanía y en su caso permitir un cierto autogobierno parcial (propuesta de autonomía anunciada, tardíamente detallada y nunca puesta en marcha). A su vez Naciones Unidas asume que sólo puede propiciar un “acuerdo mutuamente aceptable por las partes”, lo que viene a ser reconocer su incapacidad para forzar un arreglo, dado que los saharauis no van a renunciar a la autodeterminación y Marruecos a su anexión. Como bien han señalado los sucesivos secretarios generales de la ONU en sus informes periódicos al Consejo de Seguridad: el conflicto persiste porque no hay un riesgo inminente de regreso a la guerra, porque la ayuda humanitaria es asumible, y porque los actores relevantes en la región no están dispuestos a forzar un cambio, renunciando a sus intereses. En todo esto, la exmetrópoli, España, ha adoptado una posición en la que escandalosamente priman sus intereses económicos, políticos y de seguridad con Marruecos, aunque mantenga un discurso de “neutralidad activa” en apoyo a los esfuerzos de Naciones Unidas.
Entre las nuevas realidades que han visto la luz en estas cuatro décadas cabe señalarse en primer lugar la creación de un Estado saharaui en el exilio, la República Árabe Saharaui Democrática (RASD). Su base territorial es una porción de territorios del Sahara Occidental que controla, al este de los 2.700 kilómetros de muros de seguridad edificados por Marruecos. Sus instituciones se ubican en una zona del suroeste de Argelia, cedida interinamente, donde además se concentra su población, constituida por población desplazada por la guerra, es decir, refugiada. Aunque tiene parcialmente los atributos convencionales de un Estado, la RASD ha cosechado importantes éxitos. Ha articulado instituciones y ciertas dinámicas de participación política democrática, además provee servicios a la población, logrando que no sean simples refugiados en un medio extremadamente inhóspito sino un pueblo organizado en el exilio. Finalmente ha logrado un estimable reconocimiento internacional, participando plenamente en organizaciones regionales como la Unión Africana. No obstante es una entidad dependiente de la protección de Argel y de la ayuda internacional.
Otro aspecto muy relevante es que en cuarenta años de conflicto ha ido cristalizando una identidad política moderna saharaui. Superando las señas de identificación originales (etnia, tribalismo, subalternidad colonial) se ha estructurado en torno al proceso de emancipación y la liberación nacional. Hoy es “verdaderamente saharaui” no sólo el hasaní originario del territorio, sino el que hace una contribución a la liberación. En este proceso han desempeñado un papel clave el Frente Polisario y la RASD, articulando un discurso nacional, pero también ha sido muy relevante la contribución de los saharauis de la diáspora, de las zonas ocupadas e incluso del sur de Marruecos. La fragmentación y separación de la población no ha impedido este proceso de identificación; al contrario, ha dado pie a una identidad nacional saharaui transterritorial.
Los territorios ocupados por Marruecos fueron desde 1976 objeto de diferentes políticas, primero para hacer efectivo su control y contener cualquier disidencia; luego para integrarlos en el Reino mediante inversiones, instalación de población del norte y desplegando prácticas de cooptación, clientelismo y compra de paz social mediante subvenciones. Sin embargo, la crisis del Plan de arreglo supuso la irrupción de una contestación saharaui en los territorios ocupados, hasta el punto de convertirse en uno de los principales escenarios del conflicto. Asociaciones ilegales y nuevas generaciones de activistas saharauis van a protagonizar protestas pacíficas en torno a diferentes demandas que, una vez reprimidas con violencia, serán cada vez más nacionalizadas en clave independentista. Máxima expresión de esta dinámica será la movilización de Gdeim Izik en noviembre de 2010, que reunió a miles de personas en un campamento de protesta en las afueras de El Aaiún. Estos activistas viajan al exterior a denunciar la ocupación o son visitados por el enviado personal del secretario general de Naciones Unidas. Y en los últimos años no esconden sus estrechos lazos con los saharauis de Tindouf. Este desplazamiento de la protesta a los territorios ocupados ha permitido visibilizar la vigencia del conflicto, pero también ha puesto en evidencia el fracaso de Rabat a la hora de borrar la identidad nacional saharaui.
Desde hace más de una década, las conversaciones políticas no han dado ningún fruto ni supuesto avance alguno. Al contrario, han servido para encubrir una intensificación de la colonización pues Marruecos ha aprovechado este tiempo para implantar más población, invertir en infraestructuras y explotar las riquezas del territorio. Como Sudáfrica en Namibia, la colonización tiene una clara función de dificultar, retrasar e impedir la descolonización. Sin embargo la frustración, el cansancio y también la impaciencia crecen entre los saharauis, no sólo entre los exiliados, sino también entre los que viven la ocupación. El Frente Polisario ha repetido en numerosas ocasiones que el cierre de la vía política les aboca a contemplar un retorno a la lucha armada, un derecho contemplado y admitido para liberación de los pueblos colonizados. Muchos analistas externos dudan de la posibilidad de un retorno a las hostilidades, sea porque debería conllevar una improbable anuencia de Argel, sea por la asimetría de los contendientes, sea por la improbable aceptación internacional de un nuevo foco de tensión. Sin embargo el contexto es hoy sensiblemente distinto al de hace unos años: Marruecos ha tensado mucho las relaciones con la UE, con Naciones Unidas y con Argelia, al igual que Israel se ha convertido en un socio necesario pero incomodo; otros conflictos más graves atraen la atención de los actores influyentes y es improbable que se impliquen de manera sustancial en este escenario; tampoco es previsible a corto plazo una decisión firme y contundente de la comunidad internacional que imponga una solución, aplicando por ejemplo el capítulo 7 de la Carta de Naciones Unidas. Todos estos elementos bien podrían ser utilizados para una reactivación limitada de hostilidades que tendría consecuencias imprevisibles en Marruecos.
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Isaías Barreñada es profesor de Relaciones Internacionales, Universidad Complutense de Madrid. Ha coordinado (con Raquel Ojeda) el libroSahara Occidental. 40 años después (Madrid, Catarata, abril 2016), una compilación de 22 artículos de diversos autores sobre la actualidad del conflicto.
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