Estación de buses de la empresa Binke Transport, en Faladié (Bamako). Son las doce del mediodía y en la calle el calor aprieta. Aún faltan cuatro horas para que salga el autobús con destino a Sevaré, en el centro de Malí, pero Sidi Djeri y Abdel Karim Coulibaly, de 24 y 21 años, ya esperan sentados en un banco al abrigo del sol inclemente. Apenas hablan francés, proceden del barrio de Hamdallaye y llevan el viaje grabado en la cara. La Aventura la llaman aquí. “¿A dónde vais?”, les preguntamos. “A Argelia”, responden con ingenuidad. Poco les diferencia del resto de viajeros, sólo esa mirada, esa sensación que transmiten de estar perdidos, de no saber realmente qué les espera más allá.
En Bamako, la capital de Malí, se da una gran paradoja. Hay miles de candidatos a iniciar el viaje hacia Europa, están en cualquier calle, en cualquier taller mecánico, en todos los cruces de caminos, pero, a la vez, son invisibles. “Si les preguntan no lo suelen reconocer abiertamente, pero muchos tienen ese sueño en la cabeza”, asegura Ousmane Diarra, 42 años, presidente de la Asociación de Malienses Expulsados (AME) sentado en su despacho del barrio de Djelibougou. La atracción es poderosa, pero los caminos que llegan al mar atraviesan un gigante de arena cada vez más ominoso, más difícil de penetrar, más lleno de peligros. Y aun así, muchos lo intentan. Una y otra vez.
Samakoun Dembele es todo un veterano de la Aventura. Este joven de Kita (región de Kayes) que pronto cumplirá los 33 años ha cruzado el Sahara en ocho ocasiones. Ahora trabaja como guardián en Bamako, donde gana unos 50 euros al mes que le dan para malvivir. Conoce las cárceles de Túnez y Libia y los centros de retención de España e Italia, hasta donde llegó en patera en dos ocasiones. “En el camino, todo el mundo te roba, los pasadores, los policías, los guardias de la prisión, bandidos que asaltan los camiones en complicidad con los chóferes. Nadie se preocupa por lo que te pasa”, asegura. “De momento estoy aquí, pero nunca se sabe”, añade, “quizás vuelva a intentarlo”.
Sidi y Abdel Karim sí lo saben. Ellos se van. Acomodados en dos asientos, silenciosos, pensativos, inician el viaje. A su lado, Lamine, un curandero guineano que viste traje de chaqueta y corbata y que asegura que con sus pastillas caseras cura la próstata en 24 horas, los mira con indiferencia. Igual que el resto del pasaje. El bus sale con dos horas de retraso y a 60 kilómetros de Bamako, primer contratiempo. Una rueda revienta y hay que esperar a que traigan el repuesto desde la capital. Perdemos cuatro horas más. Poco después, ya pasado Segou, segunda avería. Ahora es el eje de la dirección y la reparación, en esta ocasión, no es tan sencilla. Sidi y Abdel Karim no se inmutan. Así se viaja por África, nunca se sabe qué va a ocurrir a la vuelta de la esquina. Como los otros pasajeros, desapercibidos en el eterno deambular de África, bajan del bus y se sientan a esperar sentados sobre unas piedras.
El viaje hacia Europa es multiforme, poliédrico, tiene mil caras, sentidos y senderos. Desde los pueblos de origen repartidos por todos los países de África occidental, los jóvenes parten impelidos por la pobreza y la falta de horizontes, pero sin muchas ideas concretas. A bordo de autobuses, furgonetas y camiones van llegando a las grandes ciudades, cruces de caminos donde aguardan la próxima etapa. Hacen trabajos esporádicos para ir tirando, para pagarse el trayecto, la comida y un lugar donde dormir. Cuando logran reunir lo suficiente, reinician la Aventura. Y así, durante meses o años, van saltando de país en país. Pero a medida que se acercan a Níger, Argelia, Marruecos o Libia las dificultades son cada vez mayores. Imposible saber cuántos han muerto de hambre y de sed, engañados en este desierto.
A partir de Sevaré se empiezan a ver los restos de la reciente guerra que ha vivido Malí. Un puñado de vehículos calcinados y casas destrozadas por los bombardeos nos dan la bienvenida en Konna. En el autobús viajan más de 80 personas, muy por encima de su capacidad. Es como una lata de sardinas, todos los espacios, escaleras y pasillo, van llenos de gente que hace el trayecto incluso de pie. Tras pasar Douentza, nueva avería. El joven Abdoulaye Ag Tanal, un cantante tuareg, coge su guitarra y ameniza la espera entre vasos de improvisado té y charlas a la sombra de los árboles. Tras la pertinente reparación, nos sorprende la noche en el camino. Imposible llegar a Gao, por motivos de seguridad la ruta está cerrada. Toca dormir en Gossi, sobre alfombras alquiladas a 20 céntimos la noche y arropados solamente por un manto de estrellas. Hace frío. Cada uno busca su rincón.
Al día siguente, ya en Gao, los pasadores hacen pronto acto de presencia. Boubacar se acerca al autobús e interpela a los jóvenes que bajan. “¿Vas para Argelia? Puedo ayudarte”. Decidimos seguirle y nos conduce hasta una calle del barrio de Quatrieme desde donde salen los vehículos hacia el país vecino. Allí, Karim, un tuareg negro malencarado, nos da los precios. 50 euros si vas en cabina, veinticinco en el remolque, subido sobre los sacos de harina. Durante la guerra, la ruta de Kidal se cerró unos meses. Pero ahora vuelve a estar activa, el flujo de camiones y 4×4 es constante, diario. Y los aventureros lo saben.
La otra opción es ir hasta Níger. La carretera a Niamey presenta un estado impecable y, superado el paso fronterizo de Yassane, no hay obstáculos hasta la capital nigerina. Allí, en los alrededores de la estación de buses de la empresa Sonef, encontramos a decenas de jóvenes que vienen de toda África occidental, Gambia, Liberia, Camerún, Nigeria… Si en Bamako eran sólo sombras, apenas una declaración de intenciones, su presencia es ahora evidente. Abraham Mare salió de Banjul (Gambia) hace un año y medio. Tras recorrer Senegal, Malí y Burkina Faso su último destino ha sido esta calle polvorienta de Niamey. “No me queda dinero, lo poco que tenía me lo quitó la policía, así que ahora no tengo siquiera la posibilidad de decidir”, asegura. De Guinea Bissau, Nando Caba está en una situación similar. Él llegó hasta Libia pasando por Agadez y estaba a punto de conseguir una plaza en un barco hacia Italia, pero fue detenido, encarcelado y enviado de vuelta a Níger. Ahora trabaja como pintor por seis euros al día y duerme sobre cartones en un contenedor.
Justo al lado está el restaurante Cordon Bleu, regentado por Nataly Niambelé. Aunque es joven, los viajeros la llaman mamá. “Hace más de un año abrí este pequeño local y, pasado un tiempo, empecé a ver a los chicos que llegaban en los autobuses y dormían tirados frente a la puerta. Me daba pena, así que decidí invitarles a comer”. Desde entonces, Nataly ya sabe que una de las marmitas de arroz con carne o pollo con cebolla que prepara cada día es
tá reservada para los emigrantes. “Lo hago con la fe de que Dios me va a ayudar, no puedo mirar para otro lado. Ellos son buenos chicos, incluso me cuidan el restaurante por la noche”, asegura.
tá reservada para los emigrantes. “Lo hago con la fe de que Dios me va a ayudar, no puedo mirar para otro lado. Ellos son buenos chicos, incluso me cuidan el restaurante por la noche”, asegura.
Bertrand Fanko era uno de ellos. Camerunés de 30 años salió de su Douala natal en 2008 con la intención de abrir un negocio. Recorrió Nigeria, Benín, Togo, Burkina Faso, Malí, Senegal, de vuelta a Malí y finalmente Níger. En Dakar montó una pequeña industria artesanal de harina de pescado para el ganado, pero fracasó; en Bamako vendía productos de limpieza para coches y tampoco le fue muy bien. “Me dije a mi mismo ¿y por qué no intentar ir a Argelia o a Europa como los demás? Quizás allí lo consiga finalmente”, recuerda. Una vez en Niamey, exhausto, sin dinero, acudió a la catedral en busca de refugio. Y se encontró al padre Mauro.
Mauro Armanino, genovés, misionero de 61 años, delgado, alto, barba blanca y pelo largo, siete años en África. “Recuerdo a Bertrand perfectamente”, explica el sacerdote, “lo encontré durmiendo en un banco del patio y le dije que no se fuera a Argelia, le convencí para que se quedara. Estos chicos no existen para nadie. Vivimos en un sistema económico que necesita la guerra permanente, un sistema montado por el colonizador que insinúa el lujo, promete y luego no mantiene la promesa y usa la violencia para mantener al colonizado lejos”, asegura el sacerdote, que desde hace tres años ayuda a los jóvenes en tránsito, los escucha, los encamina hacia los foyer, (hogares de acogida autogestionados en los que se agrupan por nacionalidades), intenta echarles una mano, buscarles algo de trabajo para que puedan volver, para que desistan en su idea. “Están tan frustrados… En Europa son irregulares y lo tienen mal, pero han llegado; los que están aquí no llegaron nunca a ningún sitio”.
Al final, Bertrand decidió quedarse en Niamey, donde ha emprendido un nuevo negocio. “Cuando estaba en Bamako tenía un amigo congolés que se llamaba Mupao. De repente, empezó a vestir bien y se le veía feliz. Me dijo que se dedicaba a arreglar las uñas a las mujeres. Así que pensé que yo también podía hacerlo. Fui a una peluquería de Niamey y pagué 30 euros para que me enseñaran. Ahora voy al mercado y ofrezco mis servicios, que realizo a domicilio o en la misma calle”, asegura. Enseña una fotocopia plastificada de uñas pintadas de todos los colores y con todas las formas. Es su tarjeta de visita. Por cada mano gana tres euros. El negocio, esta vez sí, no le va mal y ya está en fase de expansión. “Ayer aprendí a arreglar las pestañas”, añade.
En la zona de Buropa, al lado de un inmenso vertedero de basura que arde en decenas de hogueras donde los niños buscan qué aprovechar, está el foyer de los malienses. Ibrahim Ouattara, de Sikasso, y el jovencísimo Demba Tandja, de Yelimané (Kayes), pasan la tarde sentados en la barra de una cafetería callejera. Boubacar Traoré se anima a decir algo. “En Bamako están las cosas mejor que aquí, hay alguna posibilidad de trabajar y es difícil ver a gente dormir en la calle”, asegura con un punto de nostalgia, “pero para seguir el camino tenemos que pasar por Niamey”. Este maliense de sonrisa franca está en lo cierto, ahora vive en uno de los países más pobres de la Tierra.
Una imagen que bien podría reflejar la realidad de Níger es la de 16 millones de personas sentadas sobre cientos de miles de toneladas de rico uranio que sirven para alimentar las centrales nucleares de Francia. Y, sin embargo, la gran parte de estas personas no tiene para comer. Acosados por las hambrunas recurrentes, por enfermedades como la diarrea o la malaria que provocan miles de muertes cada año, sobre todo entre los niños, y por la implacable desertificación, la mayoría de la población vive en la franja meridional del país con una de las tasas de natalidad más altas del mundo, 7,2 hijos por mujer. “Ese es uno de los problemas, los aventureros no están mucho peor que buena parte de los nigerinos”, asegura el padre Mauro.
Y, encima, ahora están bloqueados. Desde la muerte el pasado mes de octubre de un centenar de emigrantes cerca de la frontera con Argelia después de que su camión sufriera una avería, las autoridades han decidido aplicar mano dura en el control de los flujos. Los fallecidos eran temporeros del sur de Níger que iban a trabajar en la agricultura, de ahí que más de la mitad de los fallecidos fueran mujeres y niños. Pero da igual. El viaje es igual de arriesgado para todos. La policía ha cerrado unos 70 pisos patera en Agadez y está expulsando hacia el sur, a Niamey, a decenas de jóvenes cada día.
“Ahora están atascados aquí, ni para adelante ni para detrás”, explica el padre Anselmo Mahwera, sacerdote tanzano que huyó de la vecina Gao por la guerra y que desde hace dos años está afincado en la capital de Níger. Pero todos los actores de esta África en permanente movimiento están convencidos de que el bloqueo no durará mucho tiempo, demasiada gente ganando dinero a costa de los migrantes, policías, pasadores, chóferes, como para que se detenga este inmenso río de mil afluentes. Será más difícil, más peligroso, más oculto, más osado. Ya lo está siendo. Pero también igual de imparable.
El Pais, 17/01/2014
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