Túnez y Egipto fueron las dos primeras piezas de dominó de la misma hilera de dictaduras que iban a caer una detrás de otra. Tres años después, Túnez sigue siendo la primera, en cabeza solitaria de las transiciones árabes a la democracia, pero Egipto se ha convertido en la última, la que ha regresado a la casilla dictatorial de partida.
Acaba de cumplirse el tercer aniversario de aquel 14 de enero, cuando Ben Ali salía en avión a refugiarse en Arabia Saudí y, dentro de muy pocos días será el tercer aniversario de la primera manifestación multitudinaria en la plaza Tahrir en contra de Mubarak. En Túnez está casi listo el borrador de su nueva Constitución como Estado civil, sin referencia a la sharía o ley islámica, que protege la libertad de conciencia y de culto, la igualdad de los ciudadanos ante la ley y la paridad entre hombre y mujeres en las listas electorales. En Egipto, en cambio, la nueva Constitución, tercera que se pone a votación, consolida el poder de los militares que se instalaron en el golpe de 1952 y que nunca han tirado la toalla, ni siquiera en los 12 meses de la presidencia del islamista Mohamed Morsi.
En Túnez se han batido muchos récords democráticos: primer dictador derrocado, primeras elecciones pluralistas, primer país con gobierno islamista pero también primer partido islamista que abandona el poder sin un golpe de Estado de por medio. En Egipto las plusmarcas son negativas. En violencia política, por supuesto. Incluso en el retroceso allí experimentado en la condición de la mujer, capítulo en el que Túnez está en cabeza de las mejoras. Pero sobre todo, en la virulencia con que los militares han reprimido y perseguido a los islamistas primero y después a todos los que se oponen a su hegemonía.
A tres años vista, Túnez no fue el Muro de Berlín. Todavía. Si se mantiene, quizás lo llegará a ser algún día. Pero sin serlo, solo los partidarios de la dictadura como sistema y de la sumisión de los ciudadanos ante los gobiernos pueden aún sostener que mejor les hubiera ido a los árabes sin las revueltas. Es lo que piensan los monarcas de la península arábiga, equivalentes de los nostálgicos del comunismo soviético, pero en su caso no por ideología sino por estricto interés económico.
La Primavera Árabe ha cambiado el statu quo regional: se ha llevado de un plumazo un modelo de dictadura que cuadraba muy bien con las conveniencias occidentales, justo en el momento en que sus detentadores pretendían convertirlas en hereditarias. También ha cambiado el mapa y la correlación de fuerzas geopolíticas: pesan más los actores locales y regionales y menos los occidentales. Arabia Saudí e Irán han avanzado peones. Rusia y China también. Retroceden Estados Unidos y Europa. Turquía, que tuvo una enorme oportunidad al principio, está perdiendo fuelle; por razones internas y propias fundamentalmente.
Todos estos cambios están pasando muy severas facturas, es verdad: basta con la guerra de Siria, que pronto entrará en su cuarto año, para hacerlas insoportables. Y, con ella, la guerra civil islámica entre chiísmo y sunismo que se extiende.
Los profetas del quietismo decían hace tres años que Egipto no era Túnez. Cuando cayó el dictador en el pequeño país tunecino, sin especial peso estratégico en la geopolítica árabe y de Oriente Próximo, decían que no sucedería lo mismo en Egipto, la pieza central de la estabilidad regional. La realidad tardó pocos días en desmentirlos: entonces Egipto fue Túnez, aunque hoy ya no lo sea. “Todos los líderes árabes observan Túnez con miedo, todos los ciudadanos árabes observan Túnez con esperanza y solidaridad”, fue una de las frases que más corrió aquellos días por las redes sociales. Valió hace tres años, sigue valiendo ahora.
El Pais, 15/01/2014
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